En el transporte público se vio un cartel inocente que celebraba el septuagésimo quinto aniversario de una declaración sobre derechos humanos con la leyenda “La Declaración más hermosa jamás hecha para usted”. Es probable que el público, a pesar del cartel, siga prefiriendo las declaraciones a las que está más acostumbrado: no se entusiasmará con frases como “toda persona tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión” sino con frases como “yo «Artur, siento que no lo sé». Esto plantea un problema interesante: ciertas afirmaciones perfectamente gramaticales se reciben con un aburrimiento que ninguna celebración puede corregir; y otras, peor expresadas, siempre causan revuelo.
Sin embargo, el cartel muestra ingenio. Hay similitudes entre lo que nos gusta oír sobre la especie humana y lo que nos gusta oír sobre nosotros mismos y, por tanto, similitudes entre declaraciones de amor y declaraciones de derechos. En ambos casos, evita dar cuenta real de las desventajas y problemas de la vida bajo los acuerdos propuestos; y lo que se declara se presenta de la mejor manera posible. Es humano, o demasiado. ¿Podremos, no obstante, evaluar las declaraciones sin utilizar como criterio la opinión halagadora que expresan sobre sus destinatarios?
En este caso hay que seguir el consejo que el poeta dio a las vírgenes: “Piensa primero en los muebles”. Un principio razonable sería utilizar como prueba una serie de preguntas sencillas sobre la vida que diversos acuerdos políticos fomentan y sobre el marco de acciones y pensamientos sublunares que celebran. ¿Cómo se propone cada persona afrontar las cosas que hace a propósito? ¿Y con lo que hacen sin querer? ¿Y qué le puede pasar a la gente? ¿Qué pasa con las personas que causan cosas que no quieren causar?
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