Del traspatio al espacio – Opinión JM

Del traspatio al espacio – Opinión JM

Al salir de la casa de mi madre, después del almuerzo, me fijé en una piscina en el patio de los vecinos y enseguida me acordé de mi piscina, ya toda remendada, porque cada año se abría allí un hueco más, obligando a mi padre a ir a Forma Grande. casa para comprar unas pegatinas impermeables. No siendo muy grande y de forma redonda, ocupaba la mayor parte del patio y requería unas buenas horas con la manguera puesta, para llegar a una cantidad de agua razonable para las tardes de verano.

Era una gran atracción en el barrio y estaban las amigas de siempre, Gueide, Lígia y Sónia, haciendo un esfuerzo para llegar a la mitad del camino. Nadie podía tomar un trazo, solo empaparse. ¡Y qué bien estaba! De vez en cuando mi madre traía algo de comer o un Tang de naranja y, a veces, hasta teníamos derecho a un helado que ella hacía en una máquina hipermega moderna que, al fin y al cabo, no era más que una especie de sartén/ mezclador. Mis favoritos eran los de fresa, por supuesto.

Para combatir el calor y alternando con la piscina, hicimos carpas con frazadas y sábanas viejas, recreando pulperías, peluquerías y tiendas donde vendían una gran variedad de productos que se pagaban al cajero (tenía una caja registradora de juguete) con dinero del monopolio. Los clientes eran obviamente los muchachos que estaban fuera del patio ya los que estábamos seduciendo con charlas triviales, “entrenando”, aparentemente, para el futuro que nos esperaba sediento.

A veces, para calmarnos el ánimo, escuchábamos música en el tocadiscos portátil de mi padre, a quien le pedí permiso para llevarlo al patio trasero. Aproveché esos momentos para leer. Yo era adicto a las aventuras de los Cinco, ya las desventuras de los Gemelos de Santa Clara, que hasta pensé que estarían internados en el Convento, al lado.

Sin embargo, a pesar de que el patio trasero es un mundo infinito de (im)posibilidades, también jugamos afuera. Tuvimos que hacer concesiones y jugar a los banquillos, a matar, a “ahí va el trabajo” porque si no, ninguno de los chicos nos prestaba el Patín. Una de las cosas que más me gustó fue escalar la pared para criar el loro hecho con papel periódico del día anterior. Pero el mejor momento fue cuando, en lugar del loro, mostré una linda bolsa de aventar que mi abuela Cidália hizo con papel de seda de colores que comprábamos en cuadrados en Padaria da Conceição. Que delirio y que desilusión cada vez que la dicha quedaba atrapada en un hilo de luz, imposibilitando su rescate.

Podría seguir describiendo los juegos y juegos de mi calle. Sería una crónica interminable porque la infancia es una especie de eternidad convertida en oración. Pero terminaré con una época en la que se puso de moda jugar a Space 1999 y, cuando transformábamos la calle en una nave espacial, a veces vagando con seguridad y determinación por la galaxia, a veces amenazada por algún enemigo verde y deforme o, aún estacionado en un muelle. en un planeta llamado Bairro dos Moinhos. En los momentos más tensos, nos comunicábamos en código Morse usando tapas de buzones, timbres de puertas y hasta medidores de agua cuyos números llevaban mensajes secretos. Cada uno de nosotros encarnaba uno de los personajes. Debo confesar que siempre quise ser Helen, pero la respuesta siempre era la misma:

– ¡¡¡¿¿¿Estas loco???!!! Como puedes ser Helen con ese color???!!!!!!

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