No queremos ser aguafiestas, pero hay que poner los puntos sobre las íes: no es que los eclipses solares totales sean tan raros, como el paso de uno de esos cometas que se arrastran en sus largos viajes por el espacio durante cientos de años, visibles sólo cada tres o cuatro (o más) generaciones. De hecho, ocurren cada uno o tres años en algún lugar del planeta Tierra.
Lo que los hace especiales, sin embargo, es que este punto casi siempre está lejos de los ojos curiosos de los terrícolas: sería necesario aventurarse en las regiones más remotas de los océanos y de los polos terrestres para observar con cierta regularidad un eclipse total de Sol como lo ocurrido este lunes en América.
Y es por eso que, cuando ocurren en lugares donde viven millones de personas, prácticamente tocando las puertas de mexicanos, norteamericanos y canadienses, el mundo parece detenerse a apreciar un paisaje astronómico que solo se repetirá ante los ojos humanos dentro de muchos años. . .
No sorprende, por tanto, que ni siquiera las previsiones meteorológicas de un cielo primaveral ligeramente nublado hayan disuadido a multitudes de congregarse en parques y avenidas, centros científicos y espacios abiertos, para observar un fenómeno que no se producía desde 2017 en Estados Unidos (y fue la primera vez desde la década de 1920) y que no volverá a ocurrir en esta región hasta 2044.
Armados con gafas caseras improvisadas -algo que incluso los oftalmólogos desaconsejan- o con telescopios equipados para tal fin, millones de personas mantuvieron sus ojos en el cielo. Es que, al menos en el estrecho corredor donde la Luna cubrió el 100% del Sol, ni siquiera las nubes pueden impedir el efecto final de un eclipse solar como este: oscuridad total.
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